En torno a la futura Ley de Transparencia. El “silencio negativo” que acalla nuestro derecho a la información pública

El pasado 25 de julio, la Comisión Constitucional del Congreso de la Diputados ha aprobado el dictamen de la Ponencia del proyecto de Ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno con los votos del PP, CiU y PNV, la abstención del PSOE y con el rechazo del resto de los grupos parlamentarios que consideran que el proyecto no cumple con las expectativas de los ciudadanos y es sobradamente mejorable.

El texto acaba de ser publicado en el Boletín de las Cortes Generales con fecha 31 de julio.

El 29 de mayo de este año publicamos un artículo titulado Ley de Transparencia: historia de una inminente frustración cívica. En esa ocasión, comentamos el proyecto en la versión que fue debatida al día siguiente en el Pleno del Congreso. Asistimos al debate. Éramos pesimistas en cuanto a que el mismo resultare mejorado con motivo del debate y de las enmiendas posteriores. Se presentaron 543 enmiendas de las que solo se incorporaron unas 20 enmiendas de la oposición (más 14 enmiendas transaccionales y varias de tipo técnicas, ninguna del PSOE, ni de Izquierda Unida).

A la luz de lo ocurrido, nuestras expectativas desfavorables, en lo sustancial, fueron finalmente confirmadas, aunque hubo algunas mejoras.

Nos interesa en esta ocasión detenernos en torno al instituto del “silencio negativo” porque consideramos que es el gran vicio oculto que contiene este proyecto en su versión original y que se mantiene en la actual versión, pese a las numerosas y unánimes críticas recibidas.

¿En qué consiste el “silencio negativo” en esta materia?

Consiste en que si un ciudadano solicita una información concreta y la misma no es proporcionada en los plazos legalmente establecidos (el primero es de un mes, con posibilidad de ser ampliado a otro), debe considerarse que el sentido del silencio es negativo, es decir, que la solicitud ha sido desestimada. 
Creemos que es una muy mala solución. Veremos seguidamente las razones.

Esto obligaría al particular a promover un recurso contencioso administrativo, lo que supone, en la práctica, que la administración se pueda blindar con su inacción ante peticiones de información que puedan resultarle incómodas. 

En caso de aprobarse este proyecto, la futura ley no variará mucho la absolutamente deficiente normativa actual que regula el acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, contenida en el artículo 105 Constitución española. Así, el “silencio negativo” se convertirá en un límite más a un derecho ya de por sí mermado desde su origen. En este sentido, queremos destacar que nosotros consideramos el derecho a la información como un derecho fundamental con origen en los artículos 20 y 23 de la Constitución. 

La falacia argumental del Gobierno

El pasado 30 de mayo, en su discurso de presentación que abría el debate del proyecto Soraya Sáenz de Santamaría se refirió a esta cuestión intentando minimizar la defectuosa solución legal propuesta en este punto. Para ello apeló a la referencia a soluciones similares en la legislación comparada y consideró, además, que la reconversión del “silencio negativo” en “silencio positivo” podría afectar aspectos sensibles como la defensa nacional y la privacidad de las personas, causando perjuicios a intereses públicos o de terceros. 

Sus argumentos no resisten la menor crítica. En efecto, no es verdad que con el uso del “silencio negativo” se preservarían intereses públicos, ni lo es que con el “silencio positivo” podría hacerse lugar a que solicitudes de información que pudieran resultar o considerarse improcedentes generaran derechos adquiridos a favor de los solicitantes.

Para quienes, como nosotros, estamos acostumbrados a ejercer el derecho a la información y conocemos las dificultades prácticas que se generan, la cuestión es muy sencilla y dista de generar los riesgos que el Gobierno se imagina o teme. 

La sencilla solución de reforzar la obligación de resolver

Veamos. Bastaría con que el proyecto estableciese la obligación de la Administración de resolver y dar respuesta motivada a todas y cada una de las solicitudes de información que se efectúen. En caso de que la Administración recibiese alguna solicitud que por imperativo legal estuviere vinculada con una materia especialmente protegida, la Administración tendría la posibilidad de brindar una negativa fundada como respuesta a la misma.

Debe tenerse presente, por resultar aplicable a esta materia, que la legislación que regula el procedimiento administrativo común de la Administración establece ya la obligación de resolver las cuestiones planteadas por lo administrados. Ello surge del juego normativo de los artículos 42 y 89 de la Ley 30/1992, que establece la obligación de la Administración de dictar resolución expresa en todos los procedimientos, sin que la Administración en ningún caso pueda abstenerse de resolver “…so pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de preceptos aplicables…” (artículo 89.4 de la Ley 30/92).

En este sentido, conviene destacar que hay otra situación lamentable que se plantearía cuando el solicitante no recibe respuesta. Nos referimos al supuesto contemplado en el nuevo artículo 24 (antiguo artículo 21) en el que se regula la posibilidad de que el solicitante, tras no obtener respuesta alguna, pueda interponer, transcurrido un mes de presentada la solicitud, una reclamación ante el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno –organismo cuya creación propone el proyecto-, previo a su impugnación por la vía contencioso administrativa. En este caso, si este Consejo tampoco se pronuncia, existiría una doble desestimación por “silencio negativo” lo que dejaría al derecho a la información pública en una completa ficción legislativa.
Por lo que, en resumidas cuentas, la futura ley de transparencia nos habilitaría a efectuar solicitudes de información, que puede que nunca sean respondidas sin siquiera conocer las causas de tal temperamento administrativo. 

Llamar a esta futura ley una de las “más avanzadas de nuestro entorno” según palabras de la vicepresidenta del Gobierno, es un verdadero sarcasmo. 

Habiendo sido concebida además la figura del silencio administrativo como un instituto a favor del administrado, el uso e interpretación que se realiza del mismo por el proyecto dista mucho de conceder el más mínimo atisbo de beneficio al ciudadano, siendo finalmente su resultado el contrario al pensado desde su concepción. 

El error de hablar de “silencio positivo” en materia de derecho a la información

La técnica del “silencio positivo” nace como una respuesta legislativa a supuestos de inactividad administrativa en los que el particular solicita a la Administración autorizaciones o licencias administrativas de distinta naturaleza. Como se trata de actividades reglamentadas, el legislador ha querido que en determinados supuestos el silencio de la Administración tenga un sentido positivo que ampare y de legitimidad a la actividad que el administrado desea desarrollar, para paliar los efectos de la inacción administrativa. Ejemplo de ello se presenta en la materia urbanística donde el particular ante el silencio frente a la solicitud de una licencia de edificación, puede considerar otorgado el permiso por imperio de esta técnica. Son supuestos en los que el “hacer” estará en manos del particular.

En este caso, en cambio, el “hacer” le corresponde a la Administración. Es ella la que tiene que dar una información. De allí que atribuir al silencio un sentido positivo no tiene mayor sentido. ¿Cuál podría ser la consecuencia práctica de atribuir carácter positivo al silencio que haga la Administración frente a una solicitud de información? La primera que surge, a estar por lo que expresan los legisladores, es que la Administración queda obligada a dar esa información. Eso supone un razonamiento equivocado toda vez que esa obligación ya existe, como lo dijimos antes, sin necesidad de establecer el mecanismo del “silencio positivo”. Por momentos, al analizar los debates parlamentarios, pareciera que se confunden los conceptos de “silencio positivo” con “obligación de resolver”. Ya veremos en los párrafos que siguen como, la vicepresidenta del Gobierno incurre en este error conceptual. 

Desde nuestro punto de vista, la obligación de resolver existe por imperio de la necesaria aplicación de las normas antes indicadas de la Ley 30/92 pero sería conveniente que se reforzara esa regulación en el proyecto.

Pensamos, además, que debería regularse una acción judicial sumarísima en la que el ciudadano pueda solicitar una orden de pronto despacho en la jurisdicción contencioso administrativa sin más justificación y prueba que la solicitud de información con la que se pueda comprobar, con el sello de recepción, el transcurso y vencimiento de los plazos para resolver. Pensamos, en concreto, en que podría incorporarse un instituto similar al contenido en el artículo 28 de la ley 19.549 (de procedimientos administrativos) de Argentina, que se denomina “amparo por mora de la Administración” ya que ha sido, en las últimas décadas, un arma muy eficaz y modélica contra la morosidad administrativa.

La panacea para regular con eficacia el instituto del silencio, no está en el Derecho Comparado. En efecto, no se trata de emular lo que hacen otros países. España tiene una fuerte tradición en Derecho Administrativo y la capacidad de darse un texto vanguardista y progresista en una materia en la que todos los países están dando sus primeros pasos.

En suma, es inconcebible que un país que promulga su ley de transparencia en los tiempos que corren, no contemple la obligación de resolver a una solicitud de información. 

La Administración no puede excusarse en falta de medios para no resolver

Otro aspecto sobre el que nos interesa reflexionar es el vinculado con la invocada y posible escasez de recursos humanos y técnicos que tiene la Administración para resolver este tipo de solicitudes.

En respuesta al diputado Carlos Martínez Gorriarán, Soraya Sáenz de Santamaría abordó esta cuestión (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, número 117, página 26). Así, dijo la vicepresidenta del Gobierno: “se ha hablado por muchos de los grupos del silencio administrativo y también diré que es un asunto, señor Gorriarán, del derecho administrativo, pero es que el derecho administrativo también es importante y hay que analizarlo con sumo cuidado. Claro que a todos nos gustaría que en todos los temas de todas las administraciones hubiera un silencio positivo, sería lo idóneo en unas administraciones que pudieran decidir en plazo en todos los asuntos de que se ocupa, pero da la casualidad de que también la Administración es limitada en sus medios, en sus recursos y en sus funcionarios, con lo que hay que encontrar un equilibrio. Ustedes me dicen que en otros Estados, en otros sitios, es positivo, pero no han puesto ejemplos (la negrita nos pertenece).

Como ya decíamos, la vicepresidenta razona sobre el “silencio positivo” como si hablara de la “obligación de resolver”. Esto ya lo hemos tratado más arriba.

Nos resulta curioso e inaceptable el argumento de la escasez de recursos humanos y técnicos que supuestamente podría sufrir la Administración para atender este tipo de solicitudes. Sería como mínimo disparatado esgrimir el mismo argumento de la escasez de recursos o medios en virtud del cual un ciudadano pretendiera eludir una obligación de carácter improrrogable ante la Administración. Los derechos no se otorgan sujetos a que su ejercicio dependa de los medios con los que cuente la Administración al momento de satisfacerlos.

Debemos tener en cuenta, al considerar esta cuestión, que en España más del 50% de las solicitudes de información que se efectúan no obtienen respuesta. Por ello, el panorama que nos vislumbra esta futura ley es cuanto menos desalentador en cuanto a avances en materia de acceso a información pública se refiere.
Parece que el gobierno no comprendiera la importancia de las exigencias que se realizan desde la oposición y gran parte de las organizaciones de la sociedad civil acerca de la necesidad de que sean resueltas las solicitudes de informaciones públicas. 

No se trata de proporcionar el derecho de acceso a la información que las autoridades deseen, sino un auténtico “derecho a saber” que pueda ser ejercido sin obstáculos por la ciudadanía.

Por Beltrán Gambier y Daniel Amoedo
Abogados especialistas en transparencia pública